Artículo redactado por Francisco de Asís Ramos García

 

Hemos asimilado la historia de Pinocho bastante bien para tratarse de un muñeco de madera que cobra vida, quiere ser un chico de verdad y termina rescatando a su padre del vientre de una ballena, Por no hablar de las hadas o los amigos que se convierten en burro. Quizá sepamos interiormente que esta locura tiene algo de sentido.

Si se me permite recordar un  fragmento de  J. B. Peterson, les invito a  “imaginar la historia más increíble posible, e imagina también que la cuentas y todos quienes la oyen creen que es también maravillosa y la siguen contando una y otra vez, editándola para hacerla cada vez más y más increíble. Imagina ese proceso repetido durante siglos y tendrás la definición perfecta de lo que es un mito.“ Y con Pinocho nos pasa esto; aceptamos esa lógica ilógica porque a un nivel más interior, profundo, mitológico y reflexivo SABEMOS que es una historia cierta. No por los detalles, sino por lo que implican.

Uno de los puntos más obvios y, quizás por ello, el más sencillo de destripar para comenzar esta disertación, sea la nariz de Pinocho. A Pinocho se le ha concedido el don de la vida, que ya es bastante para ser una marioneta. Pero no se encuentra agradecido por ello, sino que más bien, insiste en que quiere ser “real“. Esto tiene mucho que ver con el Ser, forma parte inherente de estar vivo, de avanzar, de saberse frágil e imperfecto y querer viajar de lo que se es a lo que se debería ser. Y este es un viaje arriesgado y peligroso, que requiere un compromiso. En el caso de Pinocho, y aquí es donde esta historia tan loca empieza a cobrar sentido, su principal compromiso es decir la verdad. Pensémoslo fríamente. ¿Qué mejor forma de hacerse real que hablar con la verdad siempre? Lo que convierte a Pinocho en un ser no es estar hecho de carne o madera, sino educar a su corazón en la honestidad y la rectitud.

Y eso nos lleva al siguiente punto. Esa misma honestidad fue la que hizo a Pinocho reconocer en Geppeto algo más que un carpintero. Un niño de verdad necesita un padre. Una marioneta un carpintero. Fue el sacrificio de Pinocho al meterse en la ballena a rescatar a su padre lo que marcó una diferencia tangible, por dos motivos. En primer lugar, Geppeto se vio envuelto en esa situación por buscarle a él. Debía ser consecuente con sus acciones y decisiones. Afrontar las consecuencias. Crecer. Tomar conciencia. En segundo lugar, el sacrificio por algo mayor o más importante que el “sí mismo”. Nadie puede crecer realmente hasta que no acepta la realidad de ser menos importante que lo moral y lo correcto, hasta reconocerse parte de un todo y entender que sus acciones cuentan en un nivel superior. Nadie puede madurar hasta que no comprende que el amor, la responsabilidad, la obligación, la libertad… Los valores, en general, son superiores a lo que uno es. Porque al final, sólo puedes ser en función de aquellos valores que decides o no representar.

Esa es la diferencia fundamental entre un niño y un hombre. El niño no entiende que hay algo más allá de él. Llora porque quiere que su madre le amamante y no entiende nada que no sea una respuesta inmediata a su requerimiento. Lo quiere, y lo quiere ya.

Cabe destacar una última pregunta. ¿Porqué una ballena? La ballena no aparece exclusivamente en Pinocho. También se observa en el Antiguo Testamento, en el libro de Job, e incluso el Leviatán (una criatura apocalíptica asociada con la energía demoniaca) encarna la forma de una. Hay algo antiguo y mitológico en la ballena que representa el poder de lo desconocido. Y es que, sabiendo que la realidad es infinita, Pinocho se enfrenta a algo profundamente desconocido. No sólo el Ser, sino el Ser real. Madurar es viajar hacia la aventura sin un rumbo.

Decidir ser uno mismo, ser fiel y honesto… Es poner rumbo a un horizonte cuyo fin potencial podría no llegar nunca, y que por tanto es sumamente imposible de ser conocer.

Pues eso, es Pinocho.