Artículo redactado por Federico de Tal

 

A Francisco de Asís por una idea, y al grupo editorial por su paciencia

Éranse que se eran un par de óperas (la Bohème y Turandot, las dos de Puccini). Érase también un librito que todavía no he terminado de digerir: «sucederá la flor», de Jesús Montiel. Las tres tienen en común la tragicomedia que es la vida, la tensión del tango entre la vida y la muerte, la heroicidad de lo pequeño. La Bohème nos presenta la historia de cuatro humanistas (un filósofo, un profesor de piano, un pintor y un poeta) que viven en una buhardilla del barrio latino de París que, -consecuencias del estar amarrado al duro banco de una galera humanística-, no tienen ni para comer. Se nos presenta también a Mimí (que no se llama Mimí, sino Lucía), una modista tuberculosa que vive en el piso de arriba. La pobreza de unos y la de la otra se amalgama al final del cuarto acto, cuando todos se unen para cuidar a Mimí. No quiero hacer mayor destripe. Abandonen lo que tienen entre manos (este artículo, por lo pronto) y escuchen «questo mar rosso», «che gelida manina», «vecchia zimarra, senti» -y, si el deleite es máximo, «quando me’n vo»-.

Lo que pasa en «sucederá la flor» es la historia de un príncipe de dolores sin pelo que le mete en cada página una bofetada a tu adolescencia tardía, un sufrimiento de verdad contra el sufrimiento impostado.

En «Turandot«, el príncipe sin reino de un país lejano se enamora perdidamente de Turandot, princesa de China. Para poder casarse con ella, tendrá que resolver tres enigmas, enigmas que muchos otros antes que él no han sido capaces de deshacer. El precio para los incautos que decidan meterse en semejante berenjenal y no triunfen, es la vida. Él, inconsciente, se lo juega todo por el amor de ella. Imperdible el «nessun dorma», y el dueto «del primo pianto». Durante éste, Turandot le canta al príncipe que vio en sus ojos la luz de los héroes: c’era negli occhi tuoi la luce degli eroi. Y he aquí la tónica general, el núcleo de las tres: las tres historias hacen que ejercites la vista.

Las miradas entre Marcello y Mimí, las que hay entre el hijo de Timur y Turandot, las que miran al niño rapado desde los ojos de su padre. En los ojos de Colline, se adivina el heroísmo del que decide empeñar un viejo abrigo (para él, viejo amigo) por buscar un médico para Mimí. En los ojos del hijo de Timur, el arrojo del que sabe que el amor es más fuerte que la muerte. En los ojos del niño calvo, la lección magistral del que sabe que cada día es prestado, que no existe más que el presente, y que es en ese remanso del tiempo donde “el ahora se junta con lo eterno”. Y es el tercero, el que menos dice, el que más fuerte pega. Tal vez sea cierto que para vivir basten pocas palabras: «madre, amigo, hermano, y luz alumbrando».

Necesitamos héroes, sí. Héroes cotidianos que nos muestren la realidad real. Héroes que no hagan teatro, espejos en los que mirarse más allá de su cuenta en el banco. Realidad real por encima de juegos de espejos en Instagram. Vidas cotidianas, felices y autoposesivas, que no pretenden la vida del otro, porque con la suya es suficiente. Vidas lejos de la uniformidad de don Dinero, vidas. Y cruce de miradas para ver más allá de lo que se ve. Descubriremos así ojos viejos con la vista opacada que mantienen el brillo sereno de una vida lograda. Ojos emocionados que conectan vida, boca y realidad con un «te he echado de menos». Ojos que abrazan más que brazos. Ojos llenos de dolor que demuestran que la vida tiene un para quién. Ojos que dicen «te quiero» y se adelantan a la boca. Ojos que se empañan al echar en falta partes fundamentales del paisaje humano (superior siempre al urbano). Ojos que brillan en una cara sucia en la puerta de una iglesia, o de un supermercado. Ojos dispuestos a asomarse al abismo de lo humano, por encima del repecho de lo útil. Ojos «del que trabaja para ver crecer los suyos». Heroico es mirar a los ojos, heroico es descubrir el brillo de los héroes en los ojos.

Quizá el heroísmo y la humanidad son sólo un brillo en los ojos. O quizá lo esencial es invisible a los ojos, que diría Saint-Exupéry. Quizá «nada de lo humano me es ajeno». O quizá sólo haya que mirar a los ojos, para descubrir lo humano en los ojos ajenos…

P.S. Si me hacen caso, que lo dudo, escuchen todas las versiones de las óperas cantadas por Pavarotti. Ninguna voz como la suya.