Artículo redactado por Miguel Senin González

 

Hubo un tiempo en que el camino de un joven estaba iluminado por los ardientes hechos de los héroes.

Aquiles, Héctor, Hércules: no eran nombres lejanos, sino estrellas guía. Aquiles nos enseñaba la furia gloriosa y el precio de la inmortalidad. Héctor, el deber más pesado que el miedo. Hércules, el trabajo incansable frente a probabilidades monstruosas. No eran cuentos de hadas. Eran espejos sostenidos ante el alma del hombre, exigiendo que se midiera con el estándar más alto, incluso sabiendo que podía fallar. Hoy, esos espejos se han hecho trizas. Su ausencia ha dejado un vacío—un silencio donde antes resonaba el rugido del llamado a la grandeza.

La modernidad, con su lógica niveladora, ha declarado irrelevantes a tales figuras. En la búsqueda de comodidad y facilidad, hemos cambiado a nuestros dioses por celebridades y nuestros mitos por eslóganes de mercadeo. El filósofo Ortega y Gasset advirtió que el «hombre masa» de la era moderna sería incapaz de admirar; incapaz, incluso, de reconocer algo superior a sí mismo. Esa profecía se ha cumplido. Al joven de hoy se le enseña a burlarse del heroísmo, a verlo como una reliquia de un pasado más “tóxico”.

 

Sus modelos son influencers, burócratas e ídolos vacíos de riqueza—figuras que no le exigen nada salvo el consumo pasivo.

 

Platón argumentó en La República que los mitos que una sociedad cuenta a sus hijos moldean el alma misma de la ciudad. Los mitos no eran mero entretenimiento—era la arquitectura de la aspiración. Sin las leyendas de la astucia de Ulises, de la última resistencia de Leónidas, de Eneas cargando a su padre entre las ruinas ardientes de Troya, ¿qué queda para enseñar a un niño la resistencia, el sacrificio, o la lealtad? ¿Qué lo forma en un hombre capaz de un amor tan profundo que desafiaría la tumba por él, o un orgullo tan potente que elegiría la muerte antes que la deshonra? Desprovisto de estos relatos, el hombre queda desnudo ante el abismo del sinsentido, presa fácil del nihilismo o del hedonismo sin rumbo.

 

Nietzsche lo vio con claridad: cuando los dioses mueren, el hombre o se eleva para ser más grande, o se hunde en el lodo de la mediocridad. Hoy, no hay elevación. Solo la lenta y cómoda decadencia del espíritu. Sin Hércules para mostrar la virtud del esfuerzo, el niño moderno rehúye la dificultad. Sin Héctor para enseñar el honor de luchar por algo más grande que uno mismo, le cuesta hallar una causa que valga más que su propia piel. Sin Aquiles para demostrar que la grandeza exige sacrificio, salta de placer en placer, aterrorizado por el dolor, alérgico al sufrimiento, e incapaz de conquistar algo— ni siquiera a sí mismo.

 

Si vamos a reconstruir lo perdido, no será mediante discursos ni programas sociales. Será mediante un renacer del mito. Debemos devolverles a los jóvenes sus héroes, no como íconos intocables, sino como desafíos vivientes. El valor de Héctor, la fuerza de Hércules, la ardiente búsqueda de gloria eterna de Aquiles: estas son semillas que deben plantarse de nuevo en los corazones de los jóvenes. No todos se convertirán en héroes. Pero todo joven debe soñar con ser uno, o jamás llegará a ser plenamente un hombre.

 

Así que la pregunta está ante nosotros: ¿seguiremos privando a los jóvenes de la grandeza, dejándolos marchitarse bajo el pálido sol de la modernidad? ¿O nos atreveremos a reavivar los antiguos fuegos, y llamarlos otra vez a vivir, sufrir y luchar por algo eterno? En las historias que resucitemos, quizás podamos resucitarnos también a nosotros mismos.