— Portada del libro
Ensayo realizado por Alberto Garabito
Olga Rodríguez no se limita a cubrir guerras: las vive, las camina, las cuenta desde adentro. Mira los conflictos desde el dolor, lo político y también lo cotidiano. En El hombre mojado no teme la lluvia, narra su llegada a Bagdad semanas antes de la invasión. Desde entonces, la ciudad ya parecía otra: el aire tenía olor a pólvora, las estanterías de los supermercados estaban vacías, y en los jardines la gente cavaba pozos. En los ojos, miedo, pero también resignación, esa que se instala cuando uno sabe que no hay vuelta atrás. Irak no se preparaba, solo esperaba.
La historia de Yaser Alí —traductor, iraquí— es la que nos guía. Iba con periodistas en pleno bombardeo, caminaba entre cuerpos, contaba muertos en mercados que ya no eran mercados. El 20 de marzo de 2003, el cielo se vino abajo. Olga escribe cómo temblaba el suelo, cómo las morgues rebalsaban. Menciona el mercado de Shoala: 52 muertos, entre ellos 30 mujeres y 7 niños. Habla también de la Biblioteca Nacional, que ardió mientras soldados estadounidenses miraban sin moverse. La caída de Sadam no trajo orden ni libertad; lo que vino fueron saqueos, armas por todas partes, milicias, fragmentos de un país.
La paz no llegó; lo que sí llegó fue otra forma del caos: más descontrol, más miedo.
Y esta guerra, como deja claro Olga, no empezó en 2003. La historia de Yaser lo explica sin decirlo directamente. Su abuelo escapó de los británicos en 1917, su padre vivió el mandato colonial, y él —Yaser— combatió en la guerra con Irán y después fue enviado al frente en la del Golfo. Sobrevivió a un misil iraní, terminó en prisión por una denuncia que no tenía ni sentido. Su vida entera estuvo atravesada por un sistema enfermo: represión, miedo, silencio. Un Irak moldeado por siglos de guerras impuestas y decisiones ajenas, y por dentro, roto.
Tras la invasión, lo cotidiano se volvió amenaza. No había agua ni luz, los hospitales no tenían ni analgésicos. Las redadas eran constantes: rompían puertas, se llevaban hombres al azar, humillaban a las mujeres delante de sus hijos. Una noche, Yaser pinchó una rueda. Estaba con su familia. Mientras trataba de cambiarla, un grupo de soldados rodeó el coche y apuntaron: a su esposa, a los niños. Los revisaron. Luego les ofrecieron un dólar por cada niño. Los niños lo rechazaron. Yaser, con los billetes en la mano, los miró. Dijo que los entregaría a la resistencia.
Y lo hizo. Con su hermano y su cuñado empezaron a organizarse. Primero eran solo reuniones de vecinos, pero eso cambió. Se convirtió en otra cosa: una célula, armas, emboscadas, explosivos. Yaser ya no era solo un traductor, era parte, actor de una guerra que no pidió. Olga lo narra sin eufemismos: en las guerras no hay ganadores. Da igual cuántos niños mueran, cuántas casas desaparezcan, cuántos sueños se quemen. Cuando el poder decide, el sufrimiento se vuelve paisaje. Irak fue invadido, usado y olvidado.