Artículo redactado por Federico de Tal
En una ciudad del norte, a algún día, de algún mes, de algún año que empieza por 20.
Excelentísimo señor director de la Real Academia (de la Lengua) Española:
Desde mi más tierna infancia recuerdo muchos diccionarios. Y, más tarde, más aún. En mi casa había dos ediciones del Diccionario: una de tapas amarillas avejentada por ser vieja y por el uso, y la de los dos tomos de lomos blancos metidos en su correspondiente caja, que llegaron después. Además, cuando abandoné la casa paterna para ir al colegio, recuerdo otra edición de la editorial SM, azul con los lomos rojos; dizque para niños, pero cuya finalidad inmediata era la de buscar palabrotas.
Mi amor y el respeto por las letras viene directamente de ahí. De mis padres, que tenían dos ediciones del Diccionario en casa, y, después, de profesores empeñados en que leyéramos, en que escribiéramos, en que aprendiéramos a usar correctamente y bien la mejor herramienta del ser humano, que es el lenguaje. Uno de ellos, maestro de castellano, para ampliar nuestro vocabulario, nos proponía crucigramas y juegos del diccionario, de donde sacábamos palabras como “canducho” u “oneroso”, sonoras y novedosas para nuestros imberbes cerebros.
Luego llegó el bachillerato, y, con él, la historia de la literatura castellana, sus poetas, sus retrancas, y su picaresca. Y, por supuesto, el respeto por -aquello que cantaba Serrat por Machado- “la fe de mis mayores”. Al terminar el bachillerato, me vi en la tesitura de renunciar (muy a mi pesar) a las letras, a su dolce far niente, y a su beatus ille, por ganar un título de boticario. De ahí, en adelante, fue naciendo una afición que he procurado conservar. ¡Quién me diera una vida en la que mi negocio fuera entero de “ocio”, de sentarme a leer -fiscalizar- artículos ajenos, y de escribir de cuando en cuando los míos! De vivir en un domingo perpetuo: cigarro en mano, en medio de una habitación con mucha madera y con la típica bandeja de las series inglesas, cargada de botellas de vidrio fino rellenas de licores tostados, un triclinio anacrónico y una manta apoyada mal a propósito.
Me gusta mucho, me parece que deja muy bien al castellano, la palabra antiheroico. Antihéroe es el tipo abigarrado, al que todo le sale más o menos, que sufre subidas y bajadas, que no tiene las cualidades del héroe tradicional, y, en medio de esa vida irónica, descubre una vida heroica. Antihéroe es el Lazarillo, Sancho, y tantos otros, como si los autores decidieran que los héroes no existen, sino su contrapartida.
Es por esto por lo que me da pena ver que la palabra “antiheróico” no lleva tilde. El héroe lleva tilde, lo que hace que en la misma palabra haya algo de admiración, algo sorpresivo. El antihéroe no es un héroe, pero mantiene lo admirable del héroe, su cualidad, su tilde.
Sé la probable respuesta de su excelencia: antiheroico no lleva tilde porque heroico tampoco la lleva (aunque la llevó allá por 1734), y, en caso de que la llevara, debería acentuarse la i, porque forma un hiato entre una vocal fuerte y una débil, por lo que se acentuaría la débil. Creo que el asunto que nos ocupa merece una doble excepción. Por un lado, devolverle la tilde a heróico donde no toca, y, por extensión, ponerle tilde a antiheróico. Si el lenguaje es lo suficientemente laxo como para aceptar como vulgarismo “almóndiga”, los antihéroes que poblamos la tierra, le rogamos que, mal que bien, como vulgarismo, acepte con tilde nuestra cualidad. Porque lo heroico es plano. Lo heróico, por el contrario…
Además, hay una corriente más o menos reciente en todas las artes, que es la de simplificación a ultranza. El lenguaje es un arte más, que pinta con palabras la complejidad del alma, tal y como hacen la pintura y la escultura. También estas dos han sufrido esta simplificación de la que hablábamos, y, en mi opinión -falible por mi corta experiencia vital, por supuesto-, la simplificación por la simplificación de algo tan complejo como el alma humana ha terminado por desembocar en la fealdad por la fealdad. A mi modo de ver, el lenguaje es como el barroco, recargado a veces, pero esplendoroso siempre. Cuando el barroco pierde sus volutas, sus puntillas y sus dorados, pierde a su vez su forma de ser: se queda en mamotreto mal decorado. Igual sucede con el lenguaje. Además, igual que en las artes plásticas, eliminar sus señas de identidad sólo genera más divisiones en un mundo ya de por sí suficientemente dividido. Se acordará su merced de la guerra entre nosotros los solotildistas y los antisolotildistas por una cuestión tan aparentemente nimia como la tilde en “sólo”.
El lema de la Real Academia es “limpia, fija y da esplendor”. Qué manera hay más fetén de limpiar y hacer brillar que darle el brillo sonoro de la tilde a lo antiheróico. Sé, por el contrario, que Juan Ramón optó por la vía de los hechos al desterrar de su idioma la equis y la ge. He preferido escribirle esta carta antes que ponerme a quemar contenedores, por un doble motivo: puedo distraerme un rato de la botica escribiendo esto, y por utilizar un medio que cada vez está más en desuso, la carta. Así combato una doble realidad penosa: la inmediatez de los tiempos, y, (aunque no se lo crea), esto, antes de ser un documento de Word, fue un A4 de mi puño y letra, con un boli BIC azul sin tapa. Llámeme romántico.
Le pido, excelentísimo señor, que considere mi propuesta. Los héroes no se lo agradecerán, sus vidas son demasiado perfectas para preocuparse más allá; pero los antihéroes lo agradeceremos de corazón.
Esperando que esto lo encuentre bien, se despide, admirador suyo:
Federico de Tal