Artículo redactado por Francisco de Asís Ramón García

En mis años de vivir en el extranjero conocí personas muy pintorescas. De cuantos tipos, tamaños, colores e ideologías puedan ustedes imaginar. Sin embargo hoy quisiera dedicar unos instantes a la historia real de mi amiga Patricia.

Patricia creció en una familia llena de amor y recibió una educación muy basada en la naturaleza (vivía en una auténtica granja holandesa) y el bienestar. Pronto descubrió su gran pasión; la gimnasia rítmica. Escalaba en el deporte con rapidez y facilidad, hasta alcanzar la oportunidad de competir para el equipo nacional holandés. Un día, entrenando con el equipo, se rompió ambas rodillas. No sabría decir si fue el final de un sueño o el principio de una pesadilla.

Relegada a una silla de ruedas entre los 16 y los 23 años, tuvo además que sacar adelante a su hermano pequeño cuando sus padres murieron con menos de un año de diferencia.

Volver a aprender a caminar. Es una experiencia extraña, me contaba una vez. Supe que no hablaba sólo de sus piernas. Tras varias operaciones de rodilla (y a pesar de que ningún médico le dio nunca un diagnóstico positivo) ella se convenció a sí misma de que volvería a andar. Y lo hizo. Igual que aprendió a caminar sin la mano de sus progenitores.

Hoy mi amiga Patricia tiene cerca de 50 años, aunque nunca reconocerá en público tener esa edad. Es madre de dos hijos, ha superado un cáncer, ha sufrido los problemas de corazón de su marido… Y nunca se le ha borrado la sonrisa del rostro.

Cada vez que Patricia me contó alguna de sus aventuras, siempre me decía lo mismo al final, con compasión y cariño. “Al final, la vida se trata de seguir aprendiendo a andar”.