Artículo redactado por Federico de Tal

Lo peor de tratar de ser artista en nuestro siglo, no es que la gente te tome en serio, sino buscar una voz propia, mía, en medio del ruido de fondo de los que vinieron antes que yo. Buscar lo novedoso de lo mío entre las voces de los siglos, y no caer en emulaciones ni manerismos. Tratar de arrancarle al tiempo un verso propio en medio de un mundo hiperactivo, que busca más el puñetazo sentimental que la razón poética.

Esto lo digo desde la (no tan) humilde posición del primerizo, del advenedizo, del que acaba de llegar a un mundo que tiene vida propia, una historia, una cultura y un idioma propios. Y, volviendo al principio, el reto no está en la exigencia del público (una vez me dijeron que era mejor “writing for yourself and have no public, than writing for the public and have no self”), sino en asomar a éste a la vida desde mis ojos.

El riesgo es enorme (bello es el riesgo), porque intento huir como de lo feo de aquello en lo que se ha terminado convirtiendo la expresión poética: en una suerte de prosa, más o menos lírica, más que menos emocional; pero dándole al enter, por muy bien que venda. Pero las instrucciones son muy claras, las dejó muy claras, esculpidas en lo fugaz del aire, un poeta, merecedor de uno o dos nóbeles, cantautor como pocos, cantante como otros muchos:

«The instructions were never to lament casually. And if one is to express the great inevitable defeat that awaits us all, it must be done within the strict confines of dignity and beauty» (de Leonard Cohen, en su discurso de aceptación del premio Príncipe de Asturias).

Porque en este mundo sobreexcitado, el poeta, el cantante, el escultor, pueden caer en hacer de su arte, de su voz para el mundo, una churrería. Y es por esto, señores, por lo que vivimos en una época de repetición y reminiscencia: “esto ya lo he visto antes”. Preferimos poseer la belleza a disfrutarla, olvidamos que las cosas tienen el duende de Federico, y limitamos la belleza a cuatro o cinco pulgadas de luz y de color. Nos quedamos conformes con una poesía de “fea, pero te quiero”, una música de “I, vi, IV, V”, una pintura donde más que capturar la efímera efeméride del momento presente, busca perderse en una explicación compleja de los sentimientos de la mano creadora que hay detrás de ese lienzo manchado; una arquitectura plenamente funcional, pero perfectamente horrorosa (tengo un amigo arquitecto que a la pregunta de “¿por qué la gente no construye como antes?», responde lapidariamente: “porque la gente no cree como antes”). Nuestro tiempo adolece de falta de magnanimidad, de esa virtud tan artística que es tener el alma ensanchada para abarcar el mundo, donde las palabras sueltas de ese diálogo mundo-alma, conforman la creación artística.

Lo que está muy claro, por desgracia para mí, es que nadie es poeta en su tiempo, y que caben dos caminos: o bien escribo para un público del que carezco, o bien trato de buscar mi voz en este mundo a gritos.

Esto no es más que la primera cuesta en el viaje de un poeta primerizo, que se acaba de dar cuenta (¡maldita la hora!) de que el camino del cultivar las letras no iba a ser siempre llano ni apacible. Como dice otro poeta de su tiempo, “lo malo del amor, cuando termina, son las habitaciones ventiladas (…), lo atroz de la pasión es cuando pasa, cuando al punto final de los finales, no le siguen dos puntos suspensivos”. Suerte que los poetas se equivoquen, y que aún quedan puntos suspensivos…