Artículo redactado por Francisco de Asís Ramos García

 

La mitología en general, y en concreto la nórdica (gracias a Marvel), está en auge. A día de hoy, ¿Quién no conoce a Thor, Loki u Odín? E igualmente es conocido que Odín era tuerto. Para aquellos lectores que no lo sepan, el dios nórdico intercambió uno de sus ojos por sabiduría. Y para aquellos que hemos leído a Campbell es obvio que este detalle no puede pasarse por alto. ¿No sabes a qué me refiero? Quédate y me explico en profundidad.

La cuestión de partida es; ¿por qué un ojo? Podría haber sido una mano, o una pierna, o una oreja, o incluso, si los nórdicos se hubieran puesto imaginativos, un agujero de la nariz. ¿Por qué un ojo?

Antes hemos mencionado a Campbell, un experto en mitología quien nos dejó una obra prolífera que, si bien no continúa, definitivamente complementa a la del psiquiatra Jung. Y ambos nos hablan sobre la importancia de la simbología en el mundo antiguo. Nuestros antepasados sabían cosas que nosotros ignoramos, a veces porque las olvidamos y a veces porque las tenemos muy presentes en nuestro interior porque nos fueron legadas a través del inconsciente colectivo. Es decir, quienes escribieron esta historia no dejaron nada al azar. Y el ojo de Odín no iba a ser menos.

El intercambio en cuestión fue un ojo por la sabiduría. Es un resumen muy escueto. Pero analizándolo en profundidad podemos entender la grandeza que esconde este relato. Así que permíteme insistir; ¿por qué un ojo? Quiero que lo reflexiones. Si es necesario tómate unos instantes antes de seguir leyendo. Y ahora, pensemos en la sabiduría. Para empezar, es un don que pediría alguien que reconoce que no es sabio. Por etiquetar este estado, vamos a referirnos a él como ignorancia. El ignorante, por normal general, valora lo poco que sabe como si fuera mucho. Tiene una perspectiva propia a la que él mismo, por su propia ignorancia, no quiere, ni sabe, ni se atreve a renunciar. Tiene una mirada ignorante. En efecto, una mirada. Y ahí empieza el sentido del ojo. Odín sabía que debía dejar de ver el mundo como un ignorante si quería alcanzar la sabiduría.

En otras palabras, podemos decir que el precio a pagar por la sabiduría no fue el ojo en sí, sino más bien la capacidad de renunciar a seguir viendo las cosas de la misma manera. De su propia manera. Este precio lo seguimos pagando hoy en día. Para ser fuerte hay que renunciar a ser débil. Para ser humilde hay que renunciar a ser orgulloso. Y para ser sabio hay que renunciar a ser ignorante. Dejar lo que eres atrás, para convertirte en lo que quieres llegar a ser (casi siempre sin saber si lo conseguirás) es una apuesta arriesgada. Un salto al vacío.

Pregúntate: ¿es un precio que estás dispuesto a pagar?